Torán
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VIVIR SIN SALUD
Qué lejanos parecen aquellos tiempos en que mi mayor afán era preparar bien el siguiente juicio, esperar el pago de honorarios por parte del Colegio de Abogados o planear el finde mientras soñaba con las próximas vacaciones. La vida transcurría plácida, con la alegría de la llegada de los nietos, mi café de las tardes en la plaza del pueblo tras la reparadora siesta, o la llegada a casa cuando al cerrar la puerta tras de mí exclamaba llena de satisfacción: “Por fin en mi castillo, mi refugio, mi hogar”.
Soñaba con la jubilación, con tiempo para poder dedicarme por completo a mi afición favorita, la pintura; con poder viajar a lugares aún por descubrir, en una palabra: con VIVIR.
Hace un año ya que todo aquello se trastocó. En estos días se cumple un año del infausto veredicto: METÁSTASIS. Una sola palabra y todo mi mundo puesto patas arriba. Nada ha sido igual. Casi ni recuerdo cómo era mi vida anterior. De estos 365 días me quedan interminables horas en el hospital, eternas esperas con la ansiedad en el cuerpo y encogido el corazón, cruzando los dedos para que el nuevo tratamiento funcione y logre paralizar el avance de lo que no puede parar: me siento como una hormiga intentando detener un tren de mercancías en marcha.
Perdida la salud sólo queda la ESPERANZA, la FE y la CONFIANZA en que tu cuerpo responda. ¿Dónde queda aquello de que PODER ES QUERER?. Me he dado cuenta de que no siempre “querer es poder”, es más, esa frase puede llegar a ser hasta un punto perniciosa y perjudicial para la salud mental si el reto es inalcanzable, por la frustración que puede acarrear.
¿La solución? Empezar a hablar bien, y decir “querer es un requisito para poder”, porque eso sí es real como la vida misma. Hay que ser congruentes entre lo que sentimos/pensamos, decimos y hacemos. ¿O es que vamos a vivir engañados?
En este año se me fue definitivamente la salud, pero he “cosechado” otras cosas.
Y me he dado cuenta de que podemos vivir mal, con poco dinero o salud, pero no podemos vivir sin ilusiones.
La mayoría de las veces no nos damos cuenta que el mero hecho de existir ya es un regalo de felicidad.
Por eso, la primera conclusión que he aprendido definitivamente es que no tengo el control sobre mi enfermedad, pero eso no va a conseguir que pierda el control sobre mi vida. No quiere decir que mi vida entera está a la deriva, ni que mi personalidad y valores lo estén también. He de delimitar bien el problema, para poder atajarlo y evitar que contamine lo bello que hay en mi vida.
También he aprendido que la vida no es “justa”. Las cosas pasan, y no todas tienen una explicación razonable; de nada sirve pensar qué hubiera pasado si…..
Por eso es imprescindible “resetear la mente”. Hay que empezar de nuevo, aprender a vivir con esta nueva circunstancia. Con dolores, pinchazos, pruebas, miedos…, pero siempre con ilusión, porque sigue siendo vida, y siempre con esperanza en que las cosas puedan mejorar.
En este recorrido también he aprendido que “Si te caes del árbol, recoge las manzanas”. Hasta desde el fondo del abismo se pueden sacar “ventajillas” si se está dispuesto. Parar, tomarte tu tiempo, descansar, delegar, mimarte y que te mimen....
También he aprendido a confiar en el futuro: "Lo que no te mata te hace más fuerte”.
Una cuestión que entiendo es fundamental es apoyarse en alguien: En este tiempo he conocido personas maravillosas, con el mismo problema, con las mismas ansias por beberse la vida; amigas entrañables dando lo mejor de ellas mismas: su tiempo, su sonrisa, su apoyo su solidaridad…. Porque juntas somos más fuertes. En el grupo el dolor se comparte por necesidad y se hurta por solidaridad.
Una de las cosas que más me está costando es aprender a concentrarme en las cosas que puedo controlar y dejar lo demás de lado. Siempre he sido una mujer de acción, con iniciativa ya que sólo en la iniciativa encuentro la paz espiritual. No puedo ni quiero permanecer sumisa en espera de lo peor, pero me he dado cuenta de que no puedo controlarlo todo.
Y estoy aprendiendo a ser compasiva conmigo misma. Es por ello que me tomo mis tiempos, mis descansos, mis silencios…. Mi cuerpo me pide con frecuencia esos descansos. Esa recuperación de energías y mi estado interior reclama con igual urgencia un ensimismamiento silencioso, libre del ruido exterior, de conversaciones intranscendentes, de pensamientos relacionados con mi trabajo y de las preocupaciones como madre o abuela. En esos momentos sólo medito sobre la razón suprema de la existencia.
A través de la meditación he conseguido parar y deleitarme con la vida. He dejado de juzgarme a mí misma, a los demás y a aquello que me ocurre. Soy consciente de que todas las emociones son buenas, que forman parte de mi experiencia de la vida y que no debo ni quiero evitar el dolor: lo acepto de una manera natural, como acepto la risa, el llanto o el orgullo de ver mi trabajo como madre tan bien hecho.
Y como colofón, estoy aprendiendo el don de la aceptación: toda situación complicada llega eventualmente a su fin.
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