Miguel Paz
Miguel Paz
Pasé por la UCI hace cinco años, a punto de cumplir los 50. Me han quedado secuelas, pero llevo una vida normal.
Padecí hace cinco años un Guillain-Barré del que aún conservo algunas secuelas, poca cosa si evoco lo que los médicos me vaticinaban: la sombra de una lápida, en principio, y superado el primer trance, una silla de ruedas. No diré, sin embargo, que no fuese una experiencia amarga: tres meses hospitalizado, uno íntegramente en la UCI, acreditan que sí. De esos días quiero hablaros brevemente.
La estancia en una UCI debe parecerse mucho a la sensación de desenlace trágico, de muerte inminente. Nadie está preparado para algo semejante, para una vivencia que solo puede inspirar extrañeza y miedo. Si encima, como fue mi caso, lo vives con dolor y lucidez (en algún momento bajo los efectos de fármacos que, en cualquier caso, acentuaban la pavorosa sensación de irrealidad que se experimenta en un lugar así), todo se vuelve más aterrador.
Empleo adjetivos rotundos porque no cabe la tibieza: la UCI es un espacio gélido e inhumano, donde la ANGUSTIA es tu compañera más fiel. Está contigo de la mañana a la noche, si es que eres capaz de distinguir entre la luz y la oscuridad. Recordándote un hecho irrebatible, esto es, que estás a merced de máquinas y personas desconocidas, y que eres el ser más vulnerable de la tierra. Esta es, quizá, la mayor certeza de un lugar así, tu dependencia absoluta de los demás, de su profesionalidad, de su esmero y delicadeza, y también de su piedad.
La mayoría de las personas que trabajan en una UCI son admirables y yo tuve la fortuna de conocer algunas maravillosas. No negaré que es un trabajo emocionalmente devastador, y eso también se percibe en la insensibilidad y la fatiga que arrastran ciertos profesionales. Lamentablemente, también hay personajes frívolos y siniestros: creo sinceramente que, en un sitio semejante, no debería haber NI UNO SOLO.
Escribí un libro sobre aquella experiencia, un poemario que lleva por título “Oración de la negra fiebre”. Supongo que fue una forma de catarsis, una forma de repasar lo que sufrí desde la serenidad, y ahora también me asaltan imágenes y recuerdos que hicieron aquello menos terrible: las visitas de mi familia, la música sobre mi pecho, el abecedario que me fabricó una neuróloga, la enfermera que llamó a mi mujer para decirle que perdonase mis ataques de ira. Y el proyecto HUCI, claro, que vine a conocer años después, con ese puñado de personas increíbles y entusiastas que están convirtiendo lo milagroso en posible. Mirando el presente, añadiré que estas cosas le hacen a uno (o deberían hacerle) un poco mejor. Sonreír más, abrazar más, tomarse la vida con una mezcla de entusiasmo risueño y de humor afable. Salir de la oscuridad helada de la UCI para buscar un poco de calor en otras manos y otras casas.
No quiero ser reiterativo: creo que en la historia que he contado, se resume mi forma de ver la vida tras la enfermedad. ¿Un consejo? No desistir, no renunciar a la vida, no claudicar nunca.