Desirée Vila
Desirée Vila
Soy una atleta gallega de 19 años y corro con una prótesis la modalidad de 100m y también salto de altura. Hace tres años que me amputaron la pierna derecha por encima de la rodilla. Mientras practicaba gimnasia acrobática, una mala caída en la cama elástica conllevó una grave lesión: rompí la tibia y el peroné, que obstruyó una arteria, la cual no permitía que corriera sangre por mi pierna. Este último detalle fue pasado por alto por los médicos del hospital donde me ingresaron. La negligencia médica fue demostrada el año pasado a través un juicio. La consecuencia fue la amputación de mi pierna.
Desde pequeña siempre me he puesto a mí misma objetivos a corto y largo plazo. Al principio, los objetivos eran del tipo: sacar buenas notas, portarme bien en casa, salir con el chico mono de clase… Pero con el tiempo, y a medida que aumentaba mi ritmo de vida, mis ambiciones también crecieron.
Después de algunos años destacando en la vieja escuela de baile moderno de mi pueblo y tras cumplir mi objetivo no solo participando, pero también ganando el concurso nacional de hip hop junto a mi compañera, decidí saltar a un nivel más alto y matricularme en la escuela profesional de ballet de la ciudad. Mis padres lo aceptaron de mala gana, pues, aunque sabían que mejoraría mucho mi carrera deportiva, suponía un gran esfuerzo económico y la incomodidad de perder 50 minutos en el coche todos los días. Peor fue cuando, tras la clase de prueba en las instalaciones de gimnasia acrobática de las que mi madre había oído hablar, les comuniqué que había encontrado el deporte que me apasionaba.
Desde entonces, mis entrenamientos se habían centrado en llegar a ser tan buena como las gimnastas del equipo de concentración, y tres años más tarde y tres categorías más arriba, en el equipo de alto rendimiento mis compañeras y yo nos habíamos planteado un sueño común: participar en el mundial. El día en que el seleccionador nos comunicó que seríamos las representantes de España en el campeonato del mundo de París, ninguna de nosotras daba crédito. Todas las noches, antes de dormir, había imaginado en mi cabeza aquel momento, el momento de la gran noticia. Me veía calentando en el tapiz de competición, echándome la magnesia, concentrándome para salir y compitiendo delante de miles de espectadores de todo el mundo. Por fin, aquella visión se haría realidad.
Al estar acostumbrada a vivir siempre con un objetivo en mente, el día en que se derrumbó mi carrera deportiva perdí también las ganas de seguir, la razón y el sentido de mi vida. Después de participar en el campeonato del mundo, mi siguiente paso era competir en el europeo con mi nuevo grupo de compañeras. Los entrenamientos mantenían un ritmo duro a pesar de que aquel año combinar el tiempo de la gimnasia con el tiempo de estudio se estaba volviendo un infierno.
Por las mañanas solo era una estudiante de primer curso de bachillerato, preparando los exámenes de selectividad y plateándome las opciones que me llevarían dos años más tarde a estudiar la carrera en Inglaterra. Sin embargo, por las tardes era mucho más que una chica. El deporte de alto nivel te hace madurar, te hace convertirte en una mujer, decidir tus objetivos y trabajar muy duro para conseguirlos. Sudar la gota gorda, romper a llorar del cansancio, decir “no puedo más” y hacer 20 más… Entrenar tantas horas a la semana supone aprender de todos los valores que te enseña el deporte y ponerlos en práctica para llegar a lo más alto.
Por las tardes, era una guerrera y una luchadora. Me sentía poderosa hasta que me vi encamada en un hospital con el dolor ganando la batalla de mi mente. Tras la extraña caída haciendo una acrobacia en la cama elástica, había llegado a urgencias con una fractura en la tibia y el peroné que, por lo que yo misma calculaba, me arrebataría todas las opciones de competir aquel año y, posiblemente, me costaría una gran cicatriz y algunos exámenes de evaluación. El dolor era insoportable, y a pesar de que intentaba llevar a cabo los ejercicios de relajación que había aprendido tantos años atrás en el gimnasio para poder soportar los estiramientos de las piernas, aquella sensación era terriblemente insana.
Pasaban los días en el hospital, los minutos pareciendo horas y las horas llegando a parecer eternas, y la situación no mejoraba. Para cuando por fin el doctor que llevaba mi lesión decidió actuar trasladándome a otro hospital cercano, ya era demasiado tarde. Habían pasado más de 72 horas desde que en la caída, el hueso desgarrado de mi pierna había obstruido una arteria, impidiendo así que llegara la sangre a la parte inferior de mi extremidad. Las consecuencias, por lo tanto, eran obvias; mi pierna se había muerto progresivamente desde las 8 horas posteriores al accidente. Cuando el doctor del segundo hospital contestó negativamente a mi pregunta de “¿voy a poder volver hacer gimnasia de élite?” se derrumbaron todos mis sueños, pero cuando un dia después, y tras apreciar que era el momento oportuno, me comunicó, junto a unos padres destrozados y con lágrimas en los ojos, que me iban a amputar la pierna, mi vida entera se derrumbó. Sentí que me había tocado la bala en la ruleta rusa.
Que mi vida se desvanecía y que ya nada volvería a tener sentido. Los sentimientos de rechazo y angustia se habían apoderado de mi mientras me sedaban para que no tuviera que soportar tanto dolor, la sensación de quedarse sin aire, de quererse morir pero tener que luchar, no por decisión propia, porque no me iban a dejar caer nunca, porque cada vez que lo intentara, siempre habría alguien bajo el precipicio para cogerme, hasta que aprendiera a salvarme yo misma. “La vida es un asco”-pensé. Siempre tiene que haber alguna desgracia, alguna enfermedad, un fallecimiento o un engaño que lo arruine todo.
Pero entonces, a pesar de todo, las personas fuertes encontramos siempre una luz que nos saque de la oscuridad. Una luciérnaga que nos guíe hasta volver a la claridad, a volver a ver las cosas con otros ojos, a aprender a vivir con ello, a superarse cada día y a encontrar nuevos retos. Aunque esto último no sea nada fácil.
Cuando volví a la realidad, no después de la anestesia general de la operación, sino al dejar todos los medicamentos que me hacían parecer fuerte cuando todavía no era consciente de lo que había ocurrido, me di un golpe contra la decepción. Todos los que me había prometido que en cuanto me pusieran una prótesis todo iba a volver a ser como antes me habían mentido. ¿Una prótesis? ¡Yo quería mi pierna! Quería entrenar, quería escoger las mayas de los campeonatos y tener que cuidar mi alimentación para no correr durante horas en el entrenamiento por haber engordado. Ya no tenía ningún objetivo porque lo único que me apasionaba se había desvanecido, y sin objetivos mi vida ya no tenía sentido.
Cuando todo parecía haber vuelto a la normalidad, cuando ya caminaba correctamente, iba al instituto como cada otra mañana y salía por las noches, puede que bastante más que cuando practicaba la gimnasia, me seguía sintiendo vacía. La gimnasia me había dado muchas alegrías, pero sobre todo muchísimos valores. Y uno de ellos era el poder de superación, el de seguir adelante, el de levantar la cabeza y dedicarles una sonrisa a los jueces después de fallar un ejercicio, conteniendo las lágrimas y ofreciendo un gran saludo, hacerles ver mi fortaleza, mis ganas de continuar, mis ganas de buscar algo nuevo, una motivación, un deseo.
Todos necesitamos un objetivo y a veces no es fácil deshacerse de uno para poder hacerse con otro, no es fácil pasar página porque los cambios asustan y buscamos la comodidad que lo desconocido no nos puede ofrecer. Y a pesar de que todo el mundo me repetía una y otra vez que era un ejemplo a seguir, yo no lo sentía así; no había hecho nada grande que mereciera reconocimiento ni admiración, no había ganado unas olimpiadas (en parte también porque mi deporte no es olímpico) ni había sobrevivido a una guerra o había realizado una gran acción altruista.
Mi ambición por conseguir éxitos no me dejaba disfrutar de los pequeños logros que otros valoraban por mí. Muchos anónimos me empezaban a enviar mensajes muy emotivos, explicándome cómo sus vidas habían cambiado tras escuchar mi historia, de qué manera les había hecho abrir sus ojos y darse cuenta de insignificantes que somos en el mundo, de los millones de peligros a los que estamos expuestos cada día y de que esa era la razón por la que cada día contaba. O por lo menos, a partir de ese día. Llegó un momento en el que dejé de lamentarme por todo lo que había dejado atrás; era consciente de que ya nunca más podría sentir mis pies saltando en un practicable, o mis manos rozando la magnesia justo antes de salir al tapiz a un campeonato, pero lo que si podía hacer era recordar aquellos momentos con una sonrisa haciéndole ver a los demás que no todo se terminaba ahí, que me quedaba toda una vida por delante y muchísimos más objetivos que superar.