Céline Castejón
Céline Castejón
El cáncer irrumpe en mi vida el día de mi 45 cumpleaños, sin previo aviso, tras una revisión rutinaria. Estadío 4 con metástasis pulmonares y óseas. Mis hijas tienen en ese momento 13 y 9 años.
Lo recibo con educación y resignación, asumiendo mi posición en la estadística y convencida de que la vida le va sirviendo a cada uno su ración de desasosiego, eso sí, vestido en distintas formas, pero al fin y al cabo la consecuencia de estar vivo. Así que decido que incorporando al cáncer y sus tratamientos en un día a día adaptado a las circunstancias, puedo seguir mirando adelante. Y lo hago, aunque reconozco que cada vez cuesta más.
Pasé por seis ciclos de quimioterapia neoadyuvante antes de entrar a quirófano a dejarme el pecho derecho y la cadena ganglionar correspondiente. Cuando me recuperé de la intervención me dieron terapia hormonal y radioterapia. Al mes y medio, las metástasis óseas habían crecido en tamaño e inicié tratamiento con quimio oral junto con sesiones de radioterapia SBRT. Me suspendieron la quimio por toxicidad y volví al tratamiento hormonal. Tras la siguiente recaída, con aumento en número de las metástasis óseas, entré en un ensayo clínico en el que pasé 18 meses con momentos de calidad de vida excelente combinados con momentos de descubrimiento del dolor, que afortunadamente remitió con radioterapia. Hace 4 meses, el fármaco dejó de surgir efecto y apareció una metástasis hepática. Cambié de ensayo y de nuevo tocó adaptación, actualmente estoy pendiente de la segunda bajada de dosis por toxicidad medular. A mis pastillas las bauticé como minutos de vida, chuches agridulces que gustosamente voy a recoger al hospital cuando las analíticas lo permiten. Los efectos secundarios a veces son duros de manejar pero no hay más remedio que lidiar con ellos.
Durante estos últimos 5 años he transitado con este pase a la muerte en el bolsillo, muy consciente de que no ha llegado el momento de sacarlo, de que aún me queda mucho por decir y convencida de que no me toca subir a este tren. Con cada progresión, la tinta del billete se hace más visible y cuando además de diagnóstico y pronóstico la sombra del dolor decide acompañarte en el trayecto, las cosas se complican, parece que un vagón se vaya a detener junto a mí, invitándome a subir y así dejar atrás el sufrimiento. Pero entonces aprieto con fuerza el pase en mi bolsillo, aún no, me digo, deja pasar este tren y súbete en otro. Quiero ver crecer a mis hijas, ver florecer los almendros un año más, nadar tras los sargos en el mar, empaparme las botas con las lluvias de otoño cuando voy a por setas y atiborrarme de polvorones por navidad con mi familia. Quiero seguir leyendo por las noches junto al hombre de mi vida, salir con las amigas a reír hasta llorar, tener interminables conversaciones filosóficas con mi hermana y soñar despierta mientras oigo música clásica.
Aunque la experiencia del cáncer de mama metastásico me obliga a llevar un reloj distinto y a valorar los espacios entre las palabras, jamás he hecho una lista de cosas por hacer antes de morir porque no he tenido más aspiraciones que saborear, día a día, lo bueno que a la vida se le cae mientras escancia sus malos tragos.